Las Ramblas

Las Ramblas

Bret toma un taxi a la salida del hotel. «Joder con la fiesta de fin de año que están preparando. Impresionante. Anuncian campanadas, uvas (¿uvas? Ah, esas costumbres extrañas que tienen otros países) y cotillón».  Pide al taxista que lo lleve a la pista de hielo al tiempo que se saca un poco de agua que le ha entrado en el oído mientras nadaba.

Se pasa una hora dando vueltas bajo las luces estroboscópicas, escuchando música de Navidad y haciéndose selfies para nutrir su cuenta de Instagram.

Al salir de la pista de hielo  (algo mareado) todavía le queda una hora por matar. «Uf, ¿por qué los españoles cenarán tan tarde?». Necesita urgentemente un cóctel. Pide al taxista que lo lleve a un sitio turístico e, indiscutiblemente lo deja en Las Ramblas. Empieza a caminar ufano desde Plaza Cataluña. Un arco de plátanos aísla el paseo de sendos carriles, subida y bajada. Se alza el cuello de la americana, se frota las manos y se deja arrastrar por la corriente humana.

Las tiendas de souvenirs, quioscos y paradas están cerrando. Le llaman la atención las baldosas de dos colores y su forma ondulante, los edificios de piedra y sus balcones, los arcos de algunos callejones, los olores diversos que salen del mercado de la Boquería, la gente elegante que ríe y fuma frente al teatro del Liceo, las estatuas humanas, los vendedores ambulantes, los turistas que (con muy poco estilo) beben cervezas gigantes en las terrazas de los bares… Este espectáculo acaba al pie de la estatua de Colón, tiene más de treinta metros de alto y apunta supuestamente a América. Experimenta tal euforia que sopesa la idea de mudarse a Barcelona en lugar de a París. «¡Al carajo con la medicina y los Ministros!».

Luego se interna en una bocacalle y entra en una coctelería con muebles y lámparas dispares, de distintas formas y colores  pero con encanto. Suena O Gato de Paul Desmond.

Se sienta en un taburete y pide al camarero una margarita. Este, que lleva un peinado muy afro, pero que de algún modo le queda bien, alza la vista del vaso en el que está mezclando menta fresca y azúcar moreno con una mano de madera y le sonríe. Parece que se lo toma con calma. Bret fuerza otra sonrisa. A continuación, saca su teléfono y envía un mensaje de texto exclusivamente con emoticonos a Débora. Uno de ellos es un corazón.

La margarita es larga y excelente, la copa es la adecuada, previamente enfriada en hielo y el borde decorado con una rodaja de lima y sal Maldon. En el momento en que unas inglesas que celebran una despedida de soltera entran, comprende que es hora de largarse.

Por el camino   lo asaltan un par de jóvenes árabes, pero de forma pacífica. Andan junto a él. Uno pregunta si le gusta el fútbol.

—¿Y el Barça?, ¿y Messi?

Él no es mucho de fútbol, le va el polo y cosas así; no obstante, va respondiendo por educación. En un momento dado, uno de ellos, con el pelo rizado muy corto y sonrisa afable (le recuerda a su amigo Omar y cuando alguien te recuerda a alguien conocido bajas un poco la guardia),  lo detiene:

—Mira, mira, te voy a enseñar un truco de Messi. —Tira una bola de papel de aluminio al suelo—. Venga, intenta quitármela.

Bret suspira y mira cómo el jovencito mueve la bola entre los pies. El otro, del mismo aspecto, también se acerca e inician un pequeño partido de fútbol. El cirujano consigue quitarle la pelota y se ríe.

—Muy bien, eres muy bueno. Te vamos a fichar para nuestro equipo. Ahora nos tenemos que ir. Hasta la próxima, amigo.

—Eh, esperad un momento, ¿cómo se llama vuestro equipo…? —Bret se palpa el bolsillo de la americana y, «¡maldición!, me han birlado la cartera. Nunca te fíes de un desconocido que te llama “amigo”».

Los árabes echan a correr. Bret los persigue. «Los voy a matar». Se meten en un callejón, pasan frente a unos mendigos que están discutiendo. El cirujano tropieza con uno y lo derriba. El tipo se lleva la mano a la boca, que sangra. Su compañero blasfema. Bret retoma la marcha, pero los ladrones han desaparecido.

Aunque tiene que ir andando (sin dinero), llega puntual (y malhumorado) al restaurante. Es el típico sitio caro y remilgado. Los hombres visten fracs y las mujeres vestidos que dejan al descubierto la espalda. Pregunta al maître por la mesa del alcalde; el tipo  lo mira de arriba abajo (su traje y camisa han pasado por tiempos mejores) y dice que todavía no ha llegado.  Lo acompaña al reservado. Se sienta en una mesa redonda con mantel granate y tres cubiertos. ¿A quién se le ocurre quedar para cenar el día de fin de año?

Al cabo de una media hora de espera y dos margaritas, telefonea al alcalde, que descuelga al instante y se disculpa por no poder acudir a la cita.

Bret espera media hora más al hacker, sin embargo, tampoco da señales de vida, conque se levanta (y se caga en todo), dice al camarero que cargue los cócteles a la cuenta del Ayuntamiento.

Al salir a la calle  siente frío y hambre. La ciudad está oscura y solitaria. Pasa por un puesto de frutas todavía abierto. Es la típica tienda sin puertas que expone la mercancía en la calle. Tras el mostrador hay un paquistaní que lleva un corte de pelo impecable. «Milagro, tiene tomates cherry». De inmediato, coge un par de paquetes (para tener provisiones) y hace ademán de entrar. El pakistaní sonríe y dice:

—Buenas noches, amigo. —Pero justo en ese momento, recuerda que le han robado la cartera. ¡Maldita sea! Da media vuelta y sale corriendo con los tomates.

—¡Al ladrón, al ladrón!¡Detengan al ladrón! —grita el tendero.

La escena resulta muy cómica. Bret lo ve salir con sandalias. «No me pillas ni de coña», piensa. Esto le hace sentirse vivo. Sin embargo, al volver la vista al callejón, choca con alguien. Los tomates ruedan por los sucios adoquines, alguno se cuela por la rejilla de la alcantarilla. «Lo que faltaba, dos policías».

El pakistaní llega resollando. Los agentes miran a Bret con curiosidad. Este se pasa la mano por la frente.

—Creo que nos tendrá que explicar lo que pasa —dice el agente más veterano alzando las cejas.

Bret intenta explicar lo sucedido, pero mezcla el español con el inglés y nadie le entiende. A su vez, el paquistaní está muy excitado y grita como si le hubieran robado la recaudación de todo un mes. El policía le hace un gesto para que se calme y dice:

—Me temo que, si este vendedor lo denuncia, no tendremos más remedio que tomarles declaración en la comisaría.

—¡Será posible! Todo por unos tomates de dos euros. ¿Y qué pasa con lo que me han robado a mí? Llevaba diez mil euros en la cartera.

—¿Diez mil euros? También lo puede denunciar.

El vendedor no se calla e implora al cielo. Los policías se miran sin inmutarse. Bret se dirige al frutero:

—Mire, voy a telefonear a mi ayudante y traerá dinero. Le pagaré los tomates y cien euros más. ¿De acuerdo?

El paquistaní, que viste una chilaba blanca, alza la mano derecha pidiendo más.

—Está bien. Doscientos.

El paquistaní sigue levantando la mano como si estuviera en un bazar.

—Pero… será usurero el tío.

El policía joven ríe y se gira para disimular.

Bret al final cierra el trato con quinientos euros. La policía se va. Alan llega en un taxi con cara de pocos amigos.

De regreso en el taxi, Alan pregunta:

—¿Se puede saber qué ha pasado?

—Uf, ya te lo explicaré mañana. Creo que me voy a tomar una copa en la fiesta del hotel. ¿Vienes?

—No, estoy ocupado. Pero no te evadas demasiado porque mañana tenemos trabajo.

—De acuerdo, boss.

Más información en mi blog sobre Islandia.

Para finalizar, información sobre las novelas de Jordi Pujolá.