Mariposa negra

Mariposa negra, un relato de Jordi Pujolà.

Mariposa negra

Ayer fue un día extraño. Primero lucía el sol, apenas se veían nubes. Luego se fundió. Acababa de escribir en mi blog que me encontraba feliz en Islandia; me sentía poeta y soñador. Entonces, de repente, zas, algo me golpeó. Sucedió tras el envite de la mariposa negra. Todavía me estremezco al recordarlo. Aunque tal vez lo mereciera. Por aquella época, a pesar de no encontrar trabajo y ser un estudiante, tenía el ego por las nubes y llevaba una vida bohemia y de perdición.

Mariposa negra: un relato de Jordi Pujolà
Mariposa negra: relato de Jordi Pujolà, escritor español Islandia

Yo no sabía que había mariposas negras en Islandia. El caso es que me encontraba en el café en el que desayuno de vez en cuando y entró una mariposa negra por la ventana del tamaño de una mano. Giré mi taburete porque un hombre mayor con su jersey lopapeysa dio un grito ahogado y dejó caer su kleina (especie de rosquilla) aceitosa sobre la mesa. Hacía poco que los diarios habían anunciado que los inmigrantes habíamos traído una plaga de insectos y demás. Y yo soy un inmigrante, ¿qué más puedo decir?

De cualquier modo, no le di más importancia al incidente. Hay mucha gente que cree en los elfos y los enanos. Así que me volví hacia la barra. El desayuno es mi momento del día. Sin embargo, en el instante que levantaba la taza, antes de dar el primer trago a mi café con leche con la espiga blanca que me dedica la camarera en la superficie, la mariposa negra se posó sobre el borde de mi taza. Había tres tipos de tarta en el mostrador, a cada cual más apetecible, pero fue directamente hacia mí. ¡Dios!, estaba tan cerca que casi tocaba mi nariz. Pude observar sus patas, sus antenas y sus ojos totalmente negros. Más que una mariposa parecía una polilla, ¡una gran polilla! No sé cuánto tiempo aguantamos mirándonos fijamente; nuestro «Love Story».

Con todo, volvió a sonar el silbido de la rutilante máquina de café y se activó el murmullo de la clientela. El hombre del lopapeysa se levantó, pálido como la nieve que cubre Reykjavik en invierno, me miró de soslayo y salió; casi se lleva por delante la silla de una anciana que hacía ganchillo, aunque esto no viene al caso. La cuestión es que, mecachis en la mar, se rompió mi vínculo con la mariposa. Había sentido algo insólito: una especie de miedo, morbo y fascinación a la vez.

De cualquier modo, la mariposa salió volando, trazó la errática trayectoria que las caracteriza, y yo derramé el café sobre mi camisa, mi pantalón y, lo peor de todo, las botas de piel de serpiente que me había comprado en aquel extravagante viaje a Tijuana.

La atención de todos los presentes se volvió hacia mí —esto no lo puedo soportar—: la anciana que calcetaba, un chico con la camiseta de la selección islandesa y barba hasta el pecho, la camarera y unos turistas orientales con maletas de dos ruedas. Para colmo se había manchado mi libro de David Livingstone y el líquido se filtraba por la madera del mostrador. Estuve a punto de gritar un exabrupto en español, de los que soltábamos en la Legión. Por lo contrario, acudí a la técnica milenaria que me habían enseñado en el centro de desintoxicación y respiré y conté hasta diez y todo eso. No obstante, estaba consternado, esto tengo que admitirlo. Algo en el Universo, por decirlo de alguna manera, se había fisurado. Mientras me secaba con el trapo, que me pasó la camarera, comencé a sentir una premonición que se quedó atrapada en mi garganta como el amargor del café.

Al salir a la calle seguía sin poder quitarme la mariposa de la cabeza. Era elegante y delicada. Oh, no se trataba de una mariposa vulgar, de esto estaba convencido. De cualquier manera, todo fue muy rápido. Y lo que me pasó después fue todavía más misterioso.

Se nubló el cielo, se levantó un viento de los más desapacible y un rayo, que bajó del cielo, me alcanzó de pleno. Lo digo figuradamente, pero, juro que fue algo así.

Por lo que sigue, recibí un correo electrónico a mi teléfono móvil que me quitó dos años de vida de un soplo. Me flaqueaban las piernas, no podía caminar, casi ni respirar: me echaban del piso de alquiler subvencionado por la Universidad de Islandia y me quedaba, de repente, con mis dos hijos y mi esposa, en la calle. Los precios de los alquileres en Reykjavik, debido al auge del turismo y la restricción de capitales —había escrito un artículo sobre eso—, han formado una peligrosa burbuja inmobiliaria. Yo soy escritor, estudiante e inmigrante. ¡No puedo permitirme precios así!

Releí el correo electrónico y me decían que tenía que aprobar 40 créditos para mantener el apartamento. Yo solamente me había matriculado de 20 y, ¡Dios, los había aprobado! Tenía entendido que con esto era suficiente.

Bajando por Laugavegur, la calle principal del centro, un hombre anuncio disfrazado de Batman me dio un susto de muerte y sentí el impulso de abofetearle; si bien, volví a acudir a las técnicas de relajación y solventé mis problemas yendo a donar al banco de sangre. Eso aliviaría mis penas, al menos es lo que yo creía.

En el mostrador de la entrada rellené el típico formulario: se hacía todo tipo de preguntas menos si había estado en contacto con una mariposa negra. Así que seguí adelante. Una enfermera con una flor de lis tatuada en el brazo me dijo que la acompañara a un pequeño despacho. Cerré la puerta, me senté. Me tomó el pulso y me dijo que tenía la presión arterial por los cielos. Así que esperamos un rato y, cuando me bajó, salimos a una sala más grande. Había por lo menos diez camillas y olía a desinfectante. Me estiré en una y miré los fluorescentes del techo, de uno colgaba una araña negra. «Maldición», me dije. Tragué saliva, otra vez ese sabor amargo. «¿Qué brazo prefiere?», me preguntó la enfermera. «¿Se encuentra bien?». Estuve a punto de ponerme a llorar, de decirle que me iban a echar del piso y todo eso. Pero vi a los camioneros que había en las camillas de al lado y a las otras enfermeras, arriba y abajo por el suelo de linóleo, y consideré que no sería buena idea. Los camioneros venían porque después de donar sangre les invitaban a la merienda. De esto estaba seguro. «¿Qué brazo prefiere», insistió. «Bueno, me da un poco lo mismo», respondí, y me acordé de aquella vez que me hicieron el Test de Rorschach y no me contrataron. En las diez láminas veía lo mismo: ¡Una mariposa negra! No sé por qué, quizá pequé de infantil. Miré los zapatos blancos con agujeritos de la enfermera, me apreté los ojos y tendí el brazo izquierdo.

Entonces, al poco rato, entró la mariposa negra por la ventana del otro extremo, cruzó la estancia de más de cien metros cuadrados, generando gran expectación, y se posó sobre el brazo en el que tenía la aguja clavada. La sangre fluía a buen ritmo, al menos eso acababa de decirme la enfermera, que se quedó sin saber qué hacer ante la angustiosa escena. Aunque esto no era nuevo para mí.

«No haga nada, se lo ruego por favor. No la toque», le dije con ansiedad. Sé que el resto de gente nos miraba. Pero me daba igual.

Volví a mirar las antenas de la mariposa negra y las movió como si fueran pestañas y pudiera comprenderme. Era bonita, puedo jurarlo. Se reanudó nuestro romance, lo sentí. Le dije allí, delante de los presentes, que me librara de su maldición y me devolviera mi piso. Nunca lo había valorado antes.

Así pues, cuando el artilugio que va balanceando la bolsita de sangre se detuvo porque ya estaba llena, la mariposa, que parecía haber comprendido perfectamente mi situación, aleteó, hizo unos zig zags por la sala y se marchó de una forma muy elegante. Oh, sí, era una mariposa muy estilizada. Salió por la misma ventana que había entrado. Todo pasó muy rápido.

Sin saber por qué, me sentí aliviado y un poco ridículo a la vez, lo reconozco. Toda esta gente me miraba como si fuera un neurótico o algo así. Pero me daba lo mismo.

De nuevo en la calle, revisé mi correo electrónico en mi teléfono y con lágrimas en los ojos, abrí otro que decía que la notificación anterior había sido ¡un error! Di un grito y el salto del granjero. Era mayo y había vuelto a salir el sol.

Ahora, pasado un tiempo, cada vez que veo una mariposa, aunque no sea negra, recuerdo que la felicidad del hombre es tan bella y frágil como sus estilizadas alas. En cualquier momento pueden cambiar las cosas y este fue únicamente un aviso. Gracias, mariposa negra.

Mariposa negra, un relato de Jordi Pujolà.

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