Accidente En La Nieve. Islandia.

Accidente en la nieve, de Jordi Pujolà

El día que se produjo un accidente en la nieve y yo lo vi por la ventana (Islandia)

Parecía que iba a llover, hacía una tarde de cuervos. Entonces me acordé de cuando vivía en Islandia y aquella anciana, vecina mía, se cayó en la nieve; bueno, en realidad en una capa de hielo enorme que se formó en frente de la puerta del edificio.

Yo estaba, como siempre, tratando de simular que estudiaba gramática islandesa, porque me había tomado muy en serio lo de empezar una nueva vida en otro país y quería adaptarme lo mejor posible, pero en realidad, estaba mirando como una pareja de cuervos, grandes, negros y lustrosos, retozaban en la nieve; después de la que había caído por la noche, llegaba la calma que sigue a la tormenta. No hacía nada de viento y el sol, que aquel día había salido a las doce de la mañana, convertía la nieve en una pista de hielo.

Mi vecina, una mujer de ochenta años, venía cargada con bolsas del supermercado, ella no podía verme porque yo estaba en una ventana del cuarto piso; en aquel momento fue cuando resbaló, cayó de espaldas, dio un gritito y si no hubiese sido por lo que pasó después, todavía me parecería graciosa la escena.

No había nadie en el vecindario, los niños estaban en el colegio y los padres en sus trabajos, al mediodía, en el bloque, sólo quedaban los jubilados y algún estudiante extranjero como yo.

Primero pensé que se le había reventado algún bote de pintura, porque el rojo, como el negro de los cuervos, es un color que contrasta mucho con la nieve. Yo me hubiese quedado viendo la escena calentito desde casa, pero la mancha roja que tenía a la espalda se acrecentaba y parecía como si la mujer; además, diese espasmos con los pies. Yo no estaba preparado para aquello. De pronto, mis manos se pusieron a temblar. ¡Accidente en la nieve! Me aseguré de que verdaderamente no viniese nadie más a auxiliarla y me puse unos calcetines de lana y la parca que tengo en el recibidor.

En cuanto se abrió la puerta del ascensor, salí corriendo. La mujer no decía nada, pero respiraba. En alguna parte había oído que a los heridos no había que moverlos, pero yo la levanté y la cargué en el hombro, tenía miedo de que aquellos cuervos, que seguían dando vueltas en círculo, estuvieran hambrientos, porque el sino de aquellos bellos animales era buscar carnaza.

Mientras caminaba cargada con ella, la mujer empezó a gritar como si se le estuviese rompiendo la espalda, me miré la parca, que hacía poco había comprado en una tienda carísima del centro de Reykjavík, y estaba empapada de sangre. Llegué al vestíbulo del edificio con dificultad y la dejé en la alfombra; su rostro me asustó un poco porque había empalidecido, me supuse que habría perdido mucha sangre. Había sangre por todas partes. Le miré la cabeza y en la parte de la nuca tenía una brecha enorme. Saqué mi teléfono móvil, pero no funcionaba, se me había agotado la batería.

Salí de nuevo a la calle y empecé a gritar. ¡Accidente en la nieve! Al cabo de unos minutos apareció un tipo calvo a un balcón y me dijo que había llamado a una ambulancia. Le dije que bajase, que necesitaba ayuda. Mientras tanto, volví a entrar, la anciana apenas respiraba, en el camino había perdido un zapato y su aspecto era desastroso.

Cuando bajó el hombre calvo y fortachón, se tambaleó, se tuvo que agarrar a la puerta y vomitó. El vestíbulo de la finca parecía la cámara de los horrores, y yo, el Carnicero de Lyon.

Al poco tiempo llegó la ambulancia, el médico me empezó a hablar en islandés y yo le dije, atropelladamente, que era un negado para los idiomas y que necesitaba un tratamiento electroshock para aprender; finalmente me preguntó si la mujer se había caído por la escalera, pero le señalé el reguero de sangre y le dije que la había traído desde la calle, que había tenido miedo de que se congelase o que los cuervos le sacasen los ojos. Había sido un accidente en la nieve. El tipo meneó la cabeza como si yo fuese un caso imposible, me pidió que me apartase y que subiese a la ambulancia con él. En la ambulancia di un traspiés y desconecté los cables de la máquina de oxígeno. El trayecto hacia el hospital fue bastante dramático, aunque si no hubiese sido por la gravedad del asunto, cualquiera hubiese pensado que nos encontrábamos en el camerino de los hermanos Marx, en el interior también había una enfermera y el conductor, que era un ruso que estaba loco y no paraba de gritar; yo pensaba que en cualquier momento íbamos a chocar contra una furgoneta de frente, y la sirena seguía sonando.

El diagnóstico de la mujer era reservado, se temió durante unas horas por su vida; no obstante, yo doné sangre y se le hicieron unas transfusiones y al final se estabilizó. Al cabo de un mes, la mujer vino a visitarme, no llevaba ni tan siquiera un vendaje en la cabeza. Me agradeció lo que había hecho por ella y me entregó un sobre, me dijo que no lo abriese hasta que se hubiese marchado.

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Accidente en la nieve (Islandia)
Accidente en la nieve. Una historia de Jordi Pujolà.

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